19 febrero 2008

Riendo a tres ruedas



El pasado día 14 de febrero, “san Calentín” (en el corte de Ingrés) mi amiga Blond cumplió añitos.

Pocos, la verdad… (o no, todo depende, ya se sabe).

Y para celebrarlo tuvo a bien invitarme el sábado 16 al teatro. Ya lo tenía perfectamente previsto, porque hacía algo así como mil quinientos años que no íbamos a ver una función, y ya apetecía.

Así pues, con la tortilla, la morcilla y el cabás, nos fuimos a ver el último, hasta la fecha, espectáculo de los Tricicle: Garrik, dicen que se llama.

Parece ser que don David Garrik fue un actor cómico inglés de allá por el siglo XVIII (ya murió, el pobre).

Por lo visto era tan, pero tan gracioso el hombre, que hasta los médicos contemporáneos en lugar de sangrar a sus pacientes, recomendaban ir a verle a todos aquellos afectos de algo que llamaban spleen y que ahora podría confundirse con melancolía o bien, directamente, con depresión.

Según dicen, era bueno. Muy bueno. En lo suyo. En eso de hacer risas.

Bien, con este pretexto los Tricicle se montan un espectáculo risaterapéutico. De hecho la cosa va de médicos con batas blancas y estudios histológicos y fisiológicos más o menos completos y complejos, donde las neuronas, sensitivas y motoras, ocupan un lugar preeminente.

Durante la función tratan de diseccionar los diferentes tipos de risas. Y aunque no hacen nada de sangre, realmente lo consiguen.

Sinceramente, yo intenté hacer el esfuerzo de no reírme. Incluso me hice el propósito de estar completamente serio el mayor tiempo posible.

Fracasé. Estrepitosa y afortunadamente.

Sin embargo, y aunque la obra es absolutamente divertida, me dio la impresión de que andan un poquito flojos de gas.

Si intento recordar anteriores montajes, me la da impresión de que entonces me reía más. Pero la memoria es tan falible que casi mejor la dejamos por imposible.

En resumen, uno va, se sienta y el tiempo se ralentiza. Parece una experiencia cuántica. Cuando la cosa iba disminuyendo en intensidad y pensaba que hacían un intermedio, o una pausa, o esas cosas que hacen para descansar, resulta que habían pasado 90 minutos y que ya se había acabado. Hora y media que pasó sin que me diera cuenta.

Y además de reírse uno, te regalan unos apuntes culturales muy buenos.

Por cierto, que no puedo resistirme a hacer mención de uno que dicen que dijo don Erasmo, que vivió en Rótterdam, o en sus alrededores (también murió, pero este hace mucho más, el pobre):

“Reírse de todo es propio de tontos, pero no reírse nada lo es de estúpidos”.

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